Juan José Millás
Chusqueros
25-10-2012
El lenguaje cotidiano ha devenido en una crónica de guerra. La
semana pasada cayó Ricardo; este lunes han herido a José; hoy mismo,
alguien ha visto a Antonia mendigar con disimulo en la puerta de un
restaurante caro. Un grupo de familias ha sido víctima de una emboscada
de Bankia. Caen como moscas, pues los que no pierden el trabajo al pisar
una mina antipersonal, pierden la casa o la salud o la cordura. A los
caídos no se les entrega ninguna medalla al mérito, no se les rinden
honores, no se habla de lo eficaces que fueron en su actividad, ni de su
buena disposición, ni de su compañerismo. Nadie coloca una bandera
sobre sus ataúdes al tiempo que una banda de música ataca un tema
patriótico.
Entre tanto, y como en todas las guerras, los
generales, plácidamente acomodados en sus despachos con moqueta, colocan
banderitas sobre los mapas de los territorios conquistados mientras
degustan un coñac. Los generales de esta conflagración no llevan
uniformes de campaña ni botas de montar ni gorra, tampoco hablan nuestro
idioma, nuestros idiomas. Son gente vestida (o disfrazada) de civil
cuyos cuarteles generales están en Nueva York, en Berlín, en Bruselas,
desde donde, gracias a las nuevas tecnologías, nos ven a usted y a mí
atravesando las pantallas de sus monitores, como hormigas camino del
trabajo, y deciden liquidarnos económicamente o tendernos una trampa
financiera mortal.
En la práctica, somos un país invadido por tropas
extranjeras, un país cuyas autoridades locales, vendidas al ejército
invasor, hacen el trabajo sucio del sargento chusquero en el ejército de
siempre. Un teatro de operaciones, en fin, de apariencia democrática,
en el que no corre la sangre ni se amontonan los cadáveres, pero en el
que cada día son expulsados fuera del sistema, que es tanto como decir
fuera de la vida, miles de inocentes.
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